Por Constanza Pérez Verdugo, Estudios Nueva Economía
Artículo originalmente publicado en ROSA, una revista de izquierda Imagen: Marcha del 8M, 2020. Santiago, Chile. Fuente.
Las mujeres participamos de manera diferente a los hombres en política porque nuestra historia y nuestra socialización no han sido las mismas. Por esto, nuestros códigos y nuestra forma de entender lo “público” responde a una construcción histórica, social y cultural a la que hemos sido sometidas —y desafiadas. Estas formas de dominación masculina hetero cis están representadas, principalmente, por el Estado-nación, pero también por el actuar de nuestros padres, hijos, amantes y jefes.
La marginación hacia las mujeres en el ámbito político-electoral fue una forma de discriminación directa de los estados patriarcales. En Chile, recién en 1934 se nos reconoce el derecho a voto en las elecciones municipales y, posteriormente, en 1949 en las elecciones presidenciales y parlamentarias (Ley Nº 9.292). En este sentido, “las mujeres hemos heredado una historia general y una historia de la política, en particular, narrada y constituida solo por hombres por lo que es lícito suponer a ambas, una cierta desviación masculina que nos ha dejado en silencio, e invisibles ante la historia” (52), señala Julieta Kirkwood en su libro Ser Política en Chile, publicado en 1982. Y agrega que, para nosotras, alcanzar la conciencia política ha sido un proceso a través de las ideas, acciones y organizaciones constituidas por el poder y la cultura masculina; esto es, en sus términos, sus valores, su lenguaje, sus formas de organización. Así, nos han enseñado formas de “ser” y de “querer ser”, estableciendo los parámetros de lo que es apropiado y bueno para nosotras.
Anteriormente, en 1911, Emma Goldman ya había criticado duramente el “fetiche moderno” por alcanzar el sufragio universal, el que las mujeres de su época defendían “con ciega devoción”. Según sus escritos, esta práctica es el mal que esclaviza a las personas al impedirles ver cómo son astutamente sometidas. ¿Debemos —se preguntaba Goldman en su ensayo El Sufragio Femenino— asumir que el veneno inherente a la política se reducirá si la mujer pudiera participar en dicha arena? Para no descontextualizar su argumentación, el cuestionamiento emerge al observar que, en los países donde las mujeres habían obtenido el derecho a voto o habían sido electas en cargos de representación, no existía una mayor igualdad social y económica, ni tampoco en una mejor apreciación por la vida humana, ni un mayor compromiso por la lucha social. Por ejemplo, tanto en Australia como en los pocos estados en Estados Unidos que habían logrado el sufragio femenino, el derecho se reducía a mujeres propietarias, dejando fuera a las mujeres de clase trabajadora sin propiedad.
Pese a no creer en el sufragio como sistema, Goldman advierte dos cosas: que si la urna es un arma, entonces las necesidades de los desheredados son superiores a las de las clases económicamente privilegiadas, pues estas últimas ya gozan de demasiado poder en virtud de su superioridad económica. En segundo lugar, que el desarrollo de la mujer, su libertad y su independencia, deben provenir de ellas mismas, y no —como lo indican las sufragistas de la época— a partir del voto, ya que la mujer solo será libre si se reafirma como persona y no como objeto sexual. Es decir, rechazando cualquier derecho que se pretenda imponer sobre su cuerpo, como la obligación de tener hijos —a no ser que los desee— y rechazando ser una sierva de Dios, del Estado, de la sociedad, del marido, de la familia.
En este aspecto, importa plantear que el período de la “formación del patriarcado” no se dio “de repente”, sino que fue un proceso que se desarrolló en el transcurso de 2.500 años, desde aproximadamente el 3.100 al 600 a.C, explica Gerda Lerner en su libro La Creación del Patriarcado (1985). Según cuenta la historiadora, el patriarcado apareció por primera vez en el estado arcaico, y que la familia patriarcal ha sido flexible y variada según la época y los lugares. No obstante, en todas estas configuraciones, los cambios dentro de la familia no han alterado el predominio masculino sobre la esfera pública, las instituciones y el gobierno. Más bien, la familia ha sido el mero reflejo del orden imperante en el Estado y, como tal, ha servido de instrumento para educar a la juventud en sus términos con la finalidad de reforzar constantemente el orden establecido. Lerner explica que la dominación paternalista en la que se expresa el patriarcado es una relación entre dominantes —los hombres, considerados superiores— y dominadas —las mujeres, consideradas inferiores—, cuyo poder se expresa en las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos. Así, “el dominado cambia sumisión por protección, trabajo no remunerado por manutención” (61), estableciendo la separación de la esfera pública (política) de la privada (doméstica).
La exclusión de las mujeres en la esfera pública forma parte del pensamiento fundacional de la teoría democrática moderna, impulsada por los teóricos del contrato, como Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, señala Carole Pateman en su libro El Contrato Sexual (1988). Pateman desde una crítica feminista argumenta que en las sociedades modernas ha existido siempre un pacto anterior al pacto social, en que el verdadero pacto fundador es el “pacto sexual” o bien el que ella denomina “contrato sexual”. Este contrato (que no se explicita), se centra en las relaciones heterosexuales, en que los hombres entienden a las mujeres como seres sexuados y reproductivos. En otras palabras, el pacto originario es tanto un pacto sexual (y patriarcal) como un contrato social al establecer un orden de acceso al cuerpo de las mujeres y, a su vez, el derecho político de los hombres sobre las mujeres. Esto no implica que la sociedad no fuera entonces patriarcal —lo era, en un sentido paternalista—, es que con el surgimiento de las democracias modernas se sustituye la figura del “padre” por la figura fraternal, siendo entonces, un pacto patriarcal entre “fraters”, entre hermanos.
Así, las mujeres a través del contrato del matrimonio son el objeto del contrato sexual, explica Pateman. Por mucho que las parejas intenten evitar los términos patriarcales en una relación, ninguna puede escapar por completo a las consecuencias legales y sociales de haber suscrito el contrato matrimonial, situación que atraviesa todas las clases y grupos racializados. A partir del derecho natural que los hombres se otorgan sobre las mujeres, entendemos lo establecido en la sociedad moderna sobre lo “masculino” y lo “femenino”, estructurando las instituciones por una parte, y por otra, justificando sus diferencias como un “orden de la naturaleza”.
La diferencia sexual de los teóricos modernos es una diferencia política que responde a la historia de la dominación y la subordinación, señala Pateman. De esta manera, los hombres han transformado su libertad natural en libertad civil, tomando posesión de la esfera pública y, al mismo tiempo, han establecido ciertos atributos sobre las mujeres —ser menos racionales e incapaces de controlar emociones (y, por lo tanto, no aptas para participar del ámbito público y de la política)—, determinando que su estado “natural” es la sujeción. Ahora bien, no se les considera como ciudadanas ni como seres autónomos, pero se les “concede” el contrato del matrimonio, institucionalidad que las incluye en la sociedad civil. De manera que su libertad, reducida al ámbito privado (y doméstico), entra en una contradicción al ser esta “una esfera que es y no es parte de la sociedad civil. La esfera privada es parte de la sociedad civil, pero está separada de la esfera ‘civil’”, puntualiza Pateman.
Nuestra llegada al mundo público ha sido, entonces, un camino tardío, lento y con múltiples obstáculos. En este entender y aprender es que hemos acuñado la frase de Carol Hanisch “lo personal es político”, que destierra la concepción de la mujer relegada al mundo “privado”, manifestando con ello que todas nuestras acciones son políticas, incluidas aquellas “dentro” de la casa. El texto de Hanisch es la teorización de un pensamiento colectivo, específicamente del grupo de las Mujeres Radicales de Nueva York en 1969[1], quienes comenzaron a juntarse y conversar sobre problemas que, históricamente, fueron considerados como “personales”. Referían a la sexualidad, la apariencia, el aborto, la demanda de compartir las tareas en el hogar, el cuidado de les niñes y dinámicas de la pareja heterosexual. Estas reuniones fueron tildadas de “grupos personales” o “de terapia”, tanto por hombres como mujeres, manifestando con ello que trataban problemas de salud mental y no de las condiciones objetivas de “ser mujer” en un mundo patriarcal.
La consigna “lo personal es político” surge al identificar las violencias de género sexuales, psicológicas y económicas— y entender que lo que “yo viví o estoy viviendo”, también “lo vivieron o están viviendo” otras mujeres, y que “cuando nos atrevemos” a contar estas experiencias tomamos conciencia de que no se trata de casos aislados ni “domésticos”, sino que responden a un problema público y, por lo tanto, político. En este punto resulta necesario mencionar la consigna “democracia en la calle, en la casa y en la cama” levantada por Margarita Pisano y por la misma Julieta Kirkwood, explicitando que no hay independencia entre la esfera privada y la esfera pública, y que somos sujetas de derecho siempre, no solo a veces.
En este sentido, los distintos feminismos han jugado un rol protagónico en la crítica de la sociedad y de las culturas patriarcales. De manera que, en gran medida, es gracias a las distintas intelectuales y activistas, que hemos avanzado en evidenciar y cuestionar “la” historia, y las imposiciones y dominaciones del Estado-nación. Además, de posicionar la lucha por una sociedad igualitaria, reconociendo y acuerpando desde la amistad política a las identidades sexuales no normativas y su campo político disidente. Estos y otros aportes se traducen en la edificación de las nuevas bases sociales sobre las cuales hoy entendemos “la vida en sociedad”. El feminismo, como bien señala Marcela Lagarde (2012) es el aprendizaje e invención de nuevos vínculos, afectos, lenguajes y normas, que “se plasma en una ética, y se expresa en formas de comportamiento nuevas tanto de mujeres como hombres” (461). Pero también, y no menos importante, el feminismo es una construcción política desde la cual hemos madurado y solidificado nuestra confianza política.
Ahora bien, es cierto que hoy no tenemos nociones tan rígidas sobre cómo entendemos lo público y cómo nos desenvolvemos en ese espacio; sin embargo, vemos otras formas de dominación y opresión que, al igual que la discusión de los límites de las esferas, responden a una forma dicotómica de discriminación, como lo es el binarismo de género en un nivel heteronormativo. En otro aspecto, aún hay resistencia en cuanto a la representación de la comunidad LGBTIA+ en el ámbito político, quienes siguen explícitamente excluides de la esfera “pública”.
El patriarcado no ha muerto, pero juntes debemos abolirlo. Un primer paso es reflexionar desde el feminismo los temas claves a incorporar (y enfocar) en la convención constitucional, incluyendo en este análisis las acciones que empujaran la transformación social y cultural que queremos.
Por un nuevo pacto social
Chile será el primer país en el mundo en tener una Constitución redactada de forma paritaria. Por lo mismo, es nuestro deber como sujetas históricas luchar y defender como principio político que sus contenidos sean feministas, antipatriarcales, anticapitalistas y antiextractivistas. En esta misma línea, urge resignificar la paridad fuera de su estructura social opresiva del binarismo cisgénero, dando lugar a otras identidades “que no calzan con la estructura hombre/mujer o masculino/femenino”[2]. Hoy podemos compartir espacios con los grupos históricamente excluidos, como lo han sido las diversidades sexuales y de géneros, lo que implica no solo el reconocimiento como sujetas y sujetes, sino que también impulsar su representación en las listas a constituyentes, superando las candidaturas meramente simbólicas.
Escribir las bases del Chile que queremos es primordial para terminar con los enclaves tradicionales de larga data y los amarres del neoliberalismo impuestos en dictadura para combatir contra la violenta desigualdad que nos segrega y divide por género, clase y raza. Ahora bien, redactar la Carta Magna, como hacer reformas y estatutos legales forman solo una parte de nuestro proceso de emancipación. Los contenidos en el papel no van a abolir el patriarcado. Para lograr una verdadera transformación y revolución social, tenemos que apostar por cambios sociales y culturales. Esto implica cambios conductuales que como sociedad debemos impulsar, más allá de los mecanismos formales. En este aspecto, una visión feminista y revolucionaria de la nueva Constitución necesariamente tiene que preguntarse por sus contenidos, pero también por su nivel macrosocial: i) ¿cuáles son las bases para construir un Chile libre de dominaciones, imposiciones y jerarquías sociales?; ii) ¿qué vamos a escribir, concretamente?; y iii) ¿cómo vamos a afirmar, desde el cambio social y cultural, dicha transformación social?
Bajo este escenario resulta primordial establecer un nuevo pacto social y derribar el contrato sexual entre fraters. De esta forma, la Constitución tiene que ser feminista y establecer los derechos sociales sobre la base de una perspectiva de género y de las disidencias sexuales. Entendiendo que las desigualdades de poder son producto de una construcción social y cultural, necesitamos corregir el vicio de la sobrerrepresentación masculina, es decir, para reparar la subrepresentación de mujeres y de disidencias requerimos de políticas específicas que hagan explícita la redistribución del poder, a partir de normas que obliguen, en todas las estructuras, la paridad en los términos aquí planteados.
Para lograr la igualdad resulta indispensable una renovación estructural del sistema de producción y reproducción, postura que bien ha profundizado y defendido la economía feminista, que en su definición establece como base la sostenibilidad de la vida, apartándose de la comprensión hegemónica de la economía. En términos generales, esto entraña que la corresponsabilidad social debe ser compartida; solo así es que avanzaremos en su reconocimiento como horizonte estratégico, y en en lo práctico, en su remuneración y consideración del uso del tiempo de quienes —en su mayoría, mujeres y disidencias sexuales y de géneros— han asumido en la invisibilidad las tareas de reproducción y de cuidado.
Otros componentes a considerar son los derechos sexuales y reproductivos, cuyas decisiones no pueden atenerse a un plano estatal, ni menos todavía en un plano valórico, moral o religioso. El caso específico del aborto responde a una decisión que debe ser libre, propia de las mujeres y en su libertad de elección. La legalidad es necesaria para ejercer este derecho, pero es deber del Estado no opinar sobre este, sino velar porque existan las condiciones para que su realización sea en un lugar seguro y su proceder gratuito.
Derribar los estereotipos abarca por un lado, establecer derechos, sanciones y legalidades y, por otro lado, implementar políticas en educación temprana que apunten a erradicar los estereotipos y que aboguen por la igualdad entre los géneros. Pero, al mismo tiempo, se trata de impulsar cambios en un nivel cultural, como suprimir los cánones de belleza o imposiciones históricas que han determinado, desde el binarismo, cómo deben ser los hombres y las mujeres, así como también cómo debe ser la pareja y su sexualidad. En miras a derrumbar los estereotipos más anclados en nuestra sociedad, que se producen y reproducen en el transcurso de la vida, debiéramos apuntar a: terminar con la estigmatización de los colores de niña y de niño, dejar de vincular la diversión a ciertos juguetes según el género, y dejar de fomentar las carreras feminizadas, como párvulos, enfermería y humanidades solo hacia las mujeres, mientras que las matemáticas-científicas a los hombres, tanto por sus familias como sus educadores.
En otro plano, también tenemos que trabajar en la desnormalización de los machismos y micromachismos en todos los espacios sociales, lo que implica atreverse a criticar y detener a los amigos y a la misma familia cuando, en modo de chiste o comentario, se burlen, atenten o minimicen a las mujeres o a las disidencias. Mientras tanto, en los lugares de trabajo y en el activismo político, un primer paso es establecer protocolos de conducta que incluyan pasos a seguir y sanciones específicas frente a casos de acoso o de violencia.
En paralelo, el Estado deberá —ahora sí— garantizar explícitamente la eliminación del sexismo, el machismo, la misoginia, la homofobia, la lesbofia, la transfobia y todas las fobias sexuales y discriminatorias, para lo cual es necesario trabajar en políticas educativas en alianzas con los medios de comunicación. En este último tiempo, a partir del caso de Antonia Barra quedó de manifiesto la urgencia en instalar la perspectiva de género en el Poder Judicial, tanto al momento de investigar las causas como en el momento de entregar los veredictos. También apremia la necesidad de educar a los jueces en ejercicio y próximos a suceder, junto con instalar políticas que den protagonismo y representación a las mujeres en dichos cargos, corrigiendo la supremacía masculina histórica del espacio.
A propósito de los vacios de la actual Constitución, en los casos referidos a la discriminación en materias específicas LGBTIA+ se suele recurrir a la normativa internacional para corregir estas contradicciones, como aquellos que refieren a casos concretos de violación a los derechos humanos. Sin embargo, no basta con adscribir a los tratados, pues su nivel de aplicación queda abierto a la interpretación de quien esté a cargo del caso. Por ello, es imprescindible que la incorporación de la defensa de los Derechos Humanos quede de forma explícita en nuestra Constitución, siguiendo los lineamientos internacionales específicos y avanzados en la materia.
En otro ámbito, necesitamos democratizar los medios de comunicación masiva. En Chile, los conglomerados Copesa y El Mercurio S.A.P concentran el duopolio ideológico de la información, lo que se traduce en una profunda contradicción del ejercicio mismo del periodismo. Proponemos establecer, desde un punto feminista y disidente, un compromiso en su línea editorial en dirección a la igualdad de género, donde se establezcan como principios básicos: i) no abordar de manera naturalizada o sensacionalista los casos de femicidio o violencia de género, ii) negar el espacio a opiniones que atenten contra los derechos humanos de las mujeres y de las minorías sexuales y de género; iii) visibilizar a las mujeres y a la comunidad LGBTIA+, más allá de incluirles en los paneles de opinión política. Esto, apostando por una ciudadanía informada y crítica, recordando que el papel del periodismo es justamente contrarrestar el abuso de poder.
Por otro lado, debemos impulsar que tanto los estudios de opinión pública, como los formularios estatales y cualquier cuestionario, documento o solicitud —ea del espacio que sea—, incluyan opciones fuera de la lógica binaria hombre/mujer. De no incorporar este campo, seguiremos manteniendo la omisión de género que, en sí, es peor que la desigualdad de género, al desconfirmar algo tan elemental como su existencia. Lo anterior, es importante en múltiples níveles, desde tener datos confiables para la elaboración de políticas públicas hasta salir de la ceguera histórica en que se nos ha enseñado a ver y entender la sociedad. Siguiendo con lo anterior, urge entender que la lucha feminista va de la mano de la lucha de las disidencias sexuales y de géneros y las interseccionalidades subyacentes a las mismas. Solo a partir de nuestra emancipación —y, por lo tanto, la destrucción de la estructura patriarcal-capitalista-extractivista—, es que lograremos la igualdad de voz política.
[1] Este grupo formaba parte del Movimiento de Liberación de las Mujeres, más conocido como WLM, por su cifras en inglés (Women’s Liberation Movement).
[2] Véase la columna “Disidencia sexual y militancia partidaria: tensiones y desafíos desde la izquierda”, escrita por Leonardo Jofre y Rodrigo Mallea, publicada en Rosa (13 de julio de 2020).
Referencias
Kirkwood, Julieta (1982). Ser política en Chile: Las feministas y los partidos. Santiago: LOM Ediciones
Goldman, Emma (1911). El sufragio femenino. En Goldman, E. “La palabra como arma” (pp. 117-128). Buenos Aires: Libros de Anarres
Lagarde, Marcela (2012). El feminismo en mi vida. Hitos, claves y topías. Distrito Federal: Inmujeres DF
Lerner, Gerda (1985). La creación del patriarcado. Barcelona: Editorial Crítica
Hanisch, Carol. (2016) Lo personal es político. Chile: Ediciones Feministas Lúcidas
Pateman, Carole. (1988) El contrato sexual. Barcelona: Anthropos
Jofre, Leonardo; Mallea, Rodrigo. (2020). “Disidencia sexual y militancia partidaria: tensiones y desafíos desde la izquierda”, por Leonardo Jofre y Rodrigo Mallea, publicada en Rosa (13 de julio de 2020).
Constanza Pérez Verdugo es Periodista por la Universidad Diego Portales y Magíster (c) en Políticas Públicas, Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile.