Por Daniel Barrales, Estudios Nueva Economía
Artículo originalmente publicado en Diario Clever
El historiador inglés Eric Hobsbawm denominó al siglo XX como “La era de los extremos”, pues como mundo intentamos cambiar drásticamente nuestro entorno. En este tránsito aprendimos sobre las incómodas -dependiendo del domicilio político- experiencias de los socialismos reales y fascismos durante la centuria, que dotaron a la humanidad de una profunda lección sobre la importancia de la democracia en el sistema político. La experiencia del caso chileno durante el siglo XX es paradójica para comprender que, a pesar de la sólida tradición democrática que ostenta a nivel regional, en términos factuales, la participación de las capas sociales en perspectiva de largo plazo ha sido a lo menos insuficiente en la integración de grupos socialmente residuales y/o marginales.
Chile, desde su independencia en 1818, mantuvo una política de exclusión de las clases populares en los procesos eleccionarios. La incorporación del Voto Censitario en la Constitución de 1833 fue el corolario de esta discriminación, también presente en otros países, que se mantuvo hasta 1874, impidiendo la participación política de la población más pobre del país, pues entre los requisitos se solicitaba a los votantes contar con capital o propiedad. Además, sólo se permitía que votaran los hombres. Dicha situación cambió en la medida que las clases bajas de la población chilena comenzaron a habitar las ciudades cada vez más urbanizadas a inicios del siglo XX, abandonando las haciendas, donde los grandes terratenientes mantenían fuertes relaciones de poder sobre los inquilinos y peones. Así, en las oficinas salitreras del norte grande y ciudades como Santiago y Valparaíso comenzarán a aparecer los “Rotos Alzados”, trabajadores urbanos que iniciaron las movilizaciones obreras para exigir mejores salarios y condiciones de vida (DeShazo, 1983). La llamada Cuestión Social puso en jaque a la élite aristocrática nacional. Solo una profunda crisis sociopolítica, con fuertes vaivenes en la subordinación militar al poder civil, dejó atrás la inerte lógica de la república parlamentaria, que permitió el inicio de un periodo moderno en la historia de Chile, donde se promulgó una nueva Constitución en 1925. No obstante, solo en 1934 se aprobó el voto femenino en las elecciones municipales, y recién en 1949 se concedió el derecho a sufragar en elecciones presidenciales y parlamentarias. Así también, en 1969 se concedió derecho a voto a personas con discapacidad visual y en 1970 se bajó la edad de votación a los 18 años, además de otorgar dicho derecho a las personas analfabetas (Urzúa, 1992).
Podemos visualizar que la participación política electoral en Chile es un fenómeno reciente, en que recién a mediados del siglo XX, tanto hombres como mujeres, sin importar su condición social, tuvieron acceso a la posibilidad de decidir sus destinos como ciudadanos, fenómeno que llamaremos proceso de democratización. Sin embargo, esta situación deja al margen a grupos de la sociedad que siguen alejados no solo del proceso de deliberación política, sino también de la promesa del desarrollo económico de nuestra república virtuosa, marginales que Bauman denominó infraclase (Bauman, 2007).
El 18 de Octubre no solo nos debe hacer reflexionar sobre aquello que no vimos venir, sino lo que aún no estamos viendo. Los hechos ilustran la trizada imagen de estabilidad institucional, que otrora nos enorgullecía y permitió posicionar a Chile como unas de las economías regionales predilectas para la inversión internacional. Reconstruir la estabilidad implica cuestionar nuestra idea de quiénes pueden o no participar de este proceso político. Para crear cohesión social debemos mover el cerco ideológico de lo posible: ¿Cuánto perdemos en términos de representatividad social con excluir a uno u otro grupo?
En los 80 y parte de los 90, se redujeron los indicadores de pobreza en términos estadísticos, pero también desaparecieron los grupos marginales del debate público. Y, si bien las políticas de focalización creadas en dictadura y profundizadas en los gobiernos de la Concertación buscaron disminuir tímidamente las brechas, el debate sobre espacios de democratización para excluidos y marginales quedó a la sombra del suspenso. Pero, ¿qué pasa con los pobres, aquellos que aún mantienen baja participación electoral? ¿Estamos reflexionando sobre mecanismos para incorporar a personas con diversidad funcional, cognitiva o en calidad de interdictos? ¿qué sucede con aquellos que están privados de libertad? Y, ¿por qué no incorporar a las y los adolescentes?
A las mujeres se les mantuvo por mucho tiempo como grupo excluido, y solo durante el siglo XX las chilenas adquirieron de forma progresiva derechos políticos, sin embargo, hoy su participación en la vida política ha abierto nuevas posibilidades de pensar la realidad. La lucidez de diversas pensadoras permitió bajo el prisma del feminismo visibilizar el hogar como un espacio político, donde la asignación y distribución del uso del tiempo en actividades domésticas y en labores de cuidados en una familia, es un ejercicio político con efectos económicos. Sin lugar a duda, el aumento de la participación femenina en la política durante el siglo XX y XXI es tributaria de la reflexión anterior, como otros debates, entre ellos, los derechos sexuales y reproductivos.
Así también sería prudente desplazar el cerco y reflexionar sobre otros espacios que se encuentran con bajos índices de participación social. Sobre la esfera económica, sería un ejercicio interesante visualizar a la empresa como un espacio político. El trabajo, como lo conocemos, subordina la actividad de una persona a la labor que desempeña en su unidad productiva y por la cual recibe un salario que, a su vez, limita la cantidad de bienes y servicios a los que puede acceder. En este sentido, asumir el salario mínimo como una discusión económica y estrictamente técnica, terminó por minar la misma estabilidad político-institucional. Hoy los datos nos muestran que el acceso a bienes y servicios de la población aumentó en las últimas décadas, pero a partir del crédito que muchas veces era para cubrir necesidades básicas, como alimentación, vestuario o salud; que la capacidad de ahorro de los chilenos es baja; que emprender es difícil; y que los medios de financiamiento para las PYMES son escasos. Todas estas situaciones provienen de los altos niveles de desigualdad que mantiene nuestro país y las que se han agudizado con un salario mínimo que ha perdido su poder adquisitivo en el tiempo, a pesar del progresivo crecimiento del PIB per cápita, lo que da cuenta de una evidente concentración del ingreso y la riqueza (Rodríguez-Weber, 2017).
Los economistas Daron Acemoglu y James Robinson han probado el impacto que tiene en el desempeño económico la calidad de las instituciones en los países. En este sentido, sería interesante cuestionar la calidad de las instituciones chilenas. En las categorías de los autores, las instituciones extractivas dirigen a sus habitantes al subdesarrollo, con una ausencia parcial o total de democracia impidiendo los cambios sociales. Las instituciones inclusivas, por su parte, otorgan igualdad de oportunidades entre la población, promueven las libertades y garantizan con ello la redistribución de la riqueza (Acemoglu & Robinson, 2014). Si el salario mínimo deja de cumplir con la garantía de proveer los medios de subsistencia de las familias chilenas, también sería natural esperar el quiebre del pacto social que contiene la promesa del ideal meritocrático, direccionando los incentivos hacia la desviación social y la marginalidad. Es un imperativo ético para nuestra democracia expandir el actual proceso político en miras a mejorar el sentido de representación y cohesión social sobre nuestras instituciones políticas y económicas. Bajo esta lógica, un plebiscito socialmente amplio le es a la política, lo que las cooperativas, sindicatos, emprendedores y PYMES le son a la economía, es decir, una posibilidad de democratización profunda, ya no solo en lo nominal sino también en lo factual.
La Comisión de Estudios de la Nueva Constitución Política de la República de Chile, más conocida como la Comisión Ortúzar, fue un grupo de abogados mandatados en 1973 por la Junta Militar, para redactar el anteproyecto de la Constitución de 1980, y también la primera vez en la historia de Chile en que participaron mujeres en el diseño de una Constitución, pero bien solo ocuparon dos puestos de las ocho sillas de dicha Comisión. Ahora bien, de ganar el apruebo y la convención constitucional, Chile será el primer país en el mundo en redactar la Constitución 100% paritaria. En pleno siglo XXI, es de sentido común incorporar de forma paritaria a un grupo social políticamente marginado como las mujeres, quienes han contribuido enormemente a la reflexión política contemporánea. Cabe preguntarse ¿cuánto podrían insumar a la construcción de políticas las y los pobres, privados de libertad y adolescentes? esos que se suelen desdibujar, al margen de las actuales políticas públicas. Tenemos el desafío para adicionar a este proceso a más grupos sociales.
Resulta a lo menos curioso que, entre los argumentos esgrimidos en la campaña del rechazo, se ponga un énfasis tan pintoresco en la frase “no queremos a los políticos de siempre”, para fundamentar la idea de que la opción rechazo es la mejor salida política a la crisis actual. Los hechos nos muestran que esta opción dejará en manos de la institucionalidad política actual y sus personeros, es decir, los “políticos de siempre”, las posibles reformas requeridas por el país. Por su parte, la opción Convención Mixta, indica que la mitad de los constituyentes estarán compuestos por miembros del Congreso Nacional y la otra mitad por ciudadanos constituyentes elegidos de manera democrática solo para este proceso. A la postre, la Convención Mixta implica que la mitad de los constituyentes estará compuesta por los “políticos de siempre” provenientes del Poder Legislativo, reduciendo el número de cupos que podría ser ocupados efectivamente por representantes elegidos entre la ciudadanía.
En efecto, queremos realizar un llamado a entender que, en la medida que podamos diversificar la composición de personas que integren el proceso constitucional, tendremos mayores garantías de que sean los ciudadanos y no los “políticos de siempre” los que tomen la decisión de cómo organizaremos la nueva institucionalidad, donde se incorporen no solamente los ciudadanos visibles en la república virtuosa, sino también aquellos que han transitado silentes al borde del milagro económico chileno: los que están al margen y en la sombra.
Referencias
Acemoglu, D. & Robinson, J. (2014) Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. Barcelona: Deusto.
Bauman, Z. (2011) Vida de consumo. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
DeShazo, P. (1983) Urban Workers and labor Union in Chile 1902- 1927. Madison: The University of Wisconsin Press.
Rodríguez-Weber, J. (2017) Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política. Santiago: Dibam- Centro de Investigaciones Diego Barros Arana.
Urzúa, G. (1992) Historia política de Chile y su evolución electoral: desde 1810 a 1992. Santiago: Editorial Jurídica de Chile.